lunes, 20 de mayo de 2013

Mi abuelo era un mago


Aceptar la muerte de un ser querido es un trance difícil, porque implica la fractura de un vínculo especial con una persona que fue importante en nuestra vida. Cuando un ser querido se nos va sentimos un vacío inmenso a nuestro alrededor, casi como una amputación de algo invisible e intangible en lo más profundo del alma. No es fácil asimilar que esa persona ya no está, ya no existe, ya no volverá a sentarse a tu lado ni hablará con cariño para ti. Sin embargo, debemos centrarnos en lo que hemos tenido y no lamentarnos por lo que hemos perdido. ¿Qué hemos ganado con esa amistad? ¿Qué hemos aprendido? ¿Qué huellas ha marcado esa persona en nuestro corazón? Nadie debe olvidar que cuando la aventura de una vida llega a su fin, a los demás todavía les quedan los recuerdos.

Mi abuelo Miguel nació el 16 de enero de 1927, vivió la guerra civil española en primera persona, sintió el peligro de la segunda guerra mundial a través de la radio, fue testigo del cambio del siglo XX al XXI y comprobó cómo la tecnología mejoraba su calidad de vida, dedicó gran parte de su tiempo a la agricultura y encontró consuelo en la pasión por los animales. No le gustaba mucho leer, pero se le daban bien los números y cuando era pequeño se entusiasmaba cada vez que el maestro le ponía un problema para resolver. Se casó con mi abuela Isabelita y tuvieron cuatro hijos que eran su mayor satisfacción. Vivió grandes alegrías y afrontó momentos difíciles, como cualquiera, pero a pesar de todo fue un hombre feliz.

Mi abuelo y yo mantuvimos una relación especial durante los últimos seis o siete años. Todo empezó con un trabajo de la universidad que consistía en redactar la historia de vida de alguien que tuviera más de 70 años, no dudé ni un solo instante. Elegí a mi abuelo porque siempre me ha gustado escuchar sus historias, pues mi abuelo era un mago de la palabra, contaba las cosas con pasión y te hacía sentir la magia de aquello que expresaba. Su voz era un abanico de matices que cambiaba de tono y de registro y de timbre según las exigencias de cada historia. A él le gustaba mucho hablar, transmitir sus conocimientos, y a mí me encantaba escuchar historias. Por eso nos entendíamos, porque cada uno hacía su papel aportando lo que el otro precisaba para el encuentro.

De repente mis visitas cobraron un sentido diferente, único, especial. Me sentaba a su lado junto al fuego en invierno o frente al ventilador en verano, encendía la grabadora y empezábamos nuestro particular juego de preguntas y respuestas. Él me contó su vida, sus logros o metas alcanzadas, sus penas y sus alegrías, los hechos más importantes de su historia, las rutinas y la pasión por el campo o los animales, las costumbres de su época, las anécdotas divertidas, las limitaciones y los momentos difíciles. Él me contó su vida y yo aprendí a escuchar. Aquellas sesiones tenían algo mágico, porque hablábamos en la intimidad, cara a cara, sin intermediarios y entre ambos se forjaba una complicidad difícil de explicar con palabras. Los dos lo pasábamos bien, reíamos, hablábamos y compartíamos vivencias que ya eran recuerdos.

No obstante, siempre no hablábamos del pasado, a veces interrumpíamos la historia y charlábamos sobre el presente, de su vejez, de mis dudas, de mis miedos, de su batalla constante contra la enfermedad. Pero él nunca perdía la sonrisa, luchaba cada mañana al despertar y trataba de disfrutar cada instante, sin pensar demasiado en el futuro. Era consciente de que su luz se estaba apagando y aun así no perdió el sentido del humor. Aprendí que cuando uno quiere algo debe luchar, no rendirse jamás y trabajar en lo que se ama para ser feliz. Aprendí que no vale la pena quejarse, que es mejor afrontar cada situación con alegría y voluntad de superación.

Aprendí que a veces no hace falta regalar nada, porque el mejor regalo es un pedazo de tu tiempo, un poco de afecto, cariño y comprensión. Aprendí que en la vida hay personas que nos dan auténticas lecciones de vida que marcan nuestro destino y aportan luz en el camino. Aprendí a valorar la importancia de las pequeñas cosas y descubrí que la felicidad está en el interior de cada uno, no en los acontecimientos que suceden a nuestro alrededor. Aprendí que para ser feliz solo hace falta fijarse en el lado bueno de las cosas y apartar a un lado la sombra del desencanto. Por eso y mucho más creo que mi abuelo siempre vivirá en un rincón privilegiado de mi corazón.


Maria Sentandreu

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